Jesús Rodríguez Barrio
El sistema capitalista ha alcanzado su máxima perfección al incluir la socialización de las pérdidas como una de las funciones básicas del estado.
Hace unos meses, un conocido dirigente de una de las asociaciones empresariales de nuestro país pidió al gobierno una suspensión temporal del funcionamiento del mercado mientras dure la crisis. No es difícil imaginar a que se refería con el términosuspensión temporal del mercado (¿tal vez a la socialización de las deudas empresariales....?). Desde entonces, es difícil encontrar un solo día en el que no haya aparecido un representante empresarial en los medios de comunicación solicitando el abaratamiento y la liberalización absoluta de los despidos en el mercado laboral.
Por fin hemos alcanzado la síntesis perfecta para los tiempos de crisis: socialización de las pérdidas empresariales y mercado libre para las relaciones laborales. Allá por los años 70 existió una corriente dentro del pensamiento económico que teorizaba sobre la convergencia entre sistemas económicos, pero jamás hubiéramos podido imaginar que la convergencia consistiría finalmente en esto....
Siempre se dijo que la diferencia fundamental entre ambos sistemas residía en el riesgo empresarial. En la economía socialista persistían grandes empresas improductivas y mal gestionadas porque el estado (o sea, la sociedad en su conjunto) se hacía cargo indefinidamente de las pérdidas. Eso no podía suceder en las grandes corporaciones capitalistas porque las empresas mal gestionadas irían a la quiebra y desaparecerían si antes los accionistas no despedían a los gestores incompetentes. El riesgo de pérdida haría que los accionistas controlasen la actuación de los gestores, y, en caso de no hacerlo, lo pagarían con la pérdida de su capital. Pero en la crisis financiera actual eso no ha sido así. El por qué se ha llegado a este punto y la forma en que se pretende resolver el problema merecen una breve explicación.
El balance de una empresa es lo que determina su situación de solvencia o insolvencia. No es más que una relación estructurada de sus derechos (el valor que posee) y sus obligaciones (sus deudas). Mientras lo primero (activo) sea superior a lo segundo (pasivo) no hay problema de supervivencia, aunque a corto plazo puede haber problemas para pagar (liquidez). Una parte de ese activo son los bienes reales (terrenos, edificios, maquinaria, stocks...) que en el caso de las empresas financieras representan una parte muy pequeña del activo total. En este tipo de empresas, la mayor parte del activo lo forman los llamados activos financieros. Un activo financiero no es más que un título (un papel) que tiene apuntado un valor nominal y que en el mercado puede ser vendido por encima o por debajo de ese valor. El que emite un activo financiero, y lo vende, incurre en una deuda por el valor nominal, que debe ser reembolsado a su poseedor en el momento del vencimiento. El activo no solo puede cambiar de manos sino que, a su vez, puede servir de garantía a su poseedor para obtener fondos emitiendo otros activos financieros basados en él. Obviamente, si el mercado atribuye un valor a los activos financieros es porque se supone que, en último extremo, hay un valor real capaz de responder por la deuda. Cuando hay una sola operación de compra-venta del activo no hay problema para saber si quien lo emitió posee un valor real con el que hacer frente a la deuda. Incluso si eso no es así pero la cadena no es muy larga, un agente bien informado estará en condiciones de saber si el activo vale realmente algo.
Lo que pasa es que una de las maravillas del capitalismo especulativo vigente en el cambio de siglo que nos ha tocado vivir ha sido la llamada ingeniería financiera, capaz de crear una cadena casi infinita de activos (los llamados derivados financieros) que se soportaban unos a otros (a veces de forma circular) en la cual era imposible saber si detrás de todo había algún valor real. En realidad, eso era lo de menos porque, en circunstancias normales, lo que determina el valor de un activo financiero no es lo que realmente vale sino lo que la gente cree que vale.
Esa es la cuestión: lo importante es la fe. Nadie se preguntaba si había algún valor real porque todos creían que así era. Si el precio subía todos creían que en realidad el valor aumentaba. Ello también se reflejaba en los balances de las entidades financieras, que tenían muchos de estos valores en el activo, y revalorizaba las acciones de los propietarios que, como consecuencia, adoraban como dioses a losejecutivos-ingenieros (a veces también propietarios) recompensándoles con estratosféricos ingresos. La fe permitía alcanzar el paraíso a través de la especulación financiera.
Pero ya dice la religión católica que la fe sin obras es una fe muerta. Y las obras(nunca mejor dicho) empezaron a flojear cuando el mercado inmobiliario (soporte último de todo el tinglado a través de las hipotecas) empezó a dar síntomas de fatiga. La fe ya no bastaba para alcanzar el cielo (en realidad lo que pasó es que el público perdió la fe muy deprisa). En un mundo sin creencias las finanzas no pueden ir bien, y ello se hizo evidente enseguida. Nadie quería esos activos que no se sabía de dónde habían salido, y su precio bajó a gran velocidad, produciendo la ruina de los más lentos en desprenderse de ellos (siempre pequeños ahorradores mal informados).
Pero lo peor no fue eso: de repente el activo de esos balances financieros tan espectaculares se convirtió en un activo ficticio (en el mejor de los casos, dudoso) incapaz de hacer frente al pánico de los acreedores, lo cual amenazaba con producir la quiebra de los principales agentes financieros mundiales (bancos, compañías de seguros y agencias de inversión). En algunos casos el proceso fue tan rápido que no fue posible evitar esa quiebra. Y en otros lo que se hizo fue, simplemente, maquillar los balances, mientras se hacían continuas declaraciones de solvencia, a la espera de que las buenas obras permitieran al pueblo de dios recuperar el camino de la salvación.
Las buenas obras solo podían venir del estado, cuya intervención se hizo imprescindible para tapar el agujero de los balances.
Pero los caminos del señor son infinitos, y la caridad puede expresarse de muchas maneras. En este caso a mí se me ocurre que existían, al menos, tres vías para alcanzar la salvación:
1.- El estado obliga a regularizar los balances, acabando con la valoración ficticia de los activos financieros. En caso de que exista amenaza de quiebra (activo inferior al pasivo) el estado compra las acciones por lo que valen en ese momento (es decir: prácticamente por nada) reflota la entidad con fondos públicos, nombrando (como propietario) nuevos gestores para sustituir a los que han provocado la quiebra. Los accionistas pierden prácticamente todo su capital como castigo por haber consentido (incluso aplaudido) la mala gestión. Como no se trata de implantar el socialismo sino de salvar el capitalismo, la empresa podrá ser privatizada, si es rentable, una vez saneada y superada la crisis (cosa prácticamente segura porque una gran entidad financiera, bien gestionada, siempre es rentable) pero los nuevos propietarios privados (que pueden coincidir con los anteriores) deberán pagar las acciones por lo que valgan en ese momento, que será mucho más de lo que valían cuando se expropiaron. De esa forma, se recuperará al menos una parte de lo que se ha gastado en tapar el agujero del balance.
2.- El estado mantiene la propiedad privada pero, para tapar el agujero patrimonial, obliga a realizar una ampliación de capital suscrita íntegramente con fondos públicos. El estado se convierte en el accionista mayoritario y despide a los gestores que han arruinado la empresa. Los anteriores accionistas conservan sus acciones, pero éstas ya no representan el 100% del capital. Digamos, p. ej., que después de la ampliación el estado posee el 90% del capital en la nueva estructura de la propiedad: en ese caso la participación de los anteriores accionistas habrá pasado del 100% al 10%. El estado se asegura el control de la entidad y, una vez saneada la empresa y superada la crisis, podrá recuperar al menos una parte de lo gastado en salvarla vendiendo su participación (en condiciones normales, eso es lo que hará). Los accionistas privados no tienen por qué haber perdido valor con respecto a lo que realmente tenían en el momento de la intervención (antes tenían el 100% de algo que no valía casi nada y ahora poseen el 10% de algo que tiene valor) pero sí perderán el control de la empresa mientras dure la intervención. Podrán recuperarlo si compran las acciones del estado,a su precio de mercado, en el momento de la privatización.
3.- El estado compra el papel-basura que tienen los bancos por el valor teórico con el que están apuntados en el activo de sus balances (no por su valor de mercado, difícil de determinar porque nadie los quiere). Una vez hecho esto, hace lo que puede con esos activos (lo más probable, incinerarlos, porque realmente no valen nada). El dinero sustituye al papel-basura en el activo de los bancos, que vuelven a ser entidades solventes porque el dinero, a pesar de ser un activo financiero, no necesita de la fe para tener valor (su valor viene determinado por la cantidad de mercancías existentes en la economía porque es de aceptación obligatoria como medio de pago). Las acciones de los bancos, apalancadas por el dinero público, suben de precio. Los accionistas privados conservan el control absoluto y la mayor parte del valor de su capital. Pueden mantener a los anteriores gestores, y es probable que lo hagan, porque a pesar del agujero que han generado, el resultado de su gestión no ha sido del todo malo para los propietarios una vez que el estado se ha hecho cargo de la mayor parte de las pérdidas. Puede que incluso deban premiarles porque así esté recogido en sus contratos blindados. A pesar del dinero gastado en salvar las entidades financieras (y, de paso, el capital de sus accionistas) el estado carece de capacidad para intervenir en este aspecto o en cualquier otro porque se trata de empresas privadas sobre cuya propiedad no tiene ningún derecho.
No hace falta explicar mucho para entender que, con algunas variantes en función de cada país, la opción elegida de forma generalizada ha sido la tercera. Tampoco es muy difícil entender por qué ha sido así. ¿Se imagina alguien a los gobernantes de cualquier país afectado por la crisis financiera diciéndole a uno de los grandes banqueros que, como consecuencia de la intervención del estado, la participación que tiene ahora es el 10% de la que tenía antes y que ha perdido el control de su banco?. O, peor aún, que todas sus acciones se las ha quedado el estado por lo que realmente valen (es decir: prácticamente por nada).
La economía académica que hemos enseñado durante tantos años no puede explicar cómo se han tomado estas decisiones. Me suena haber leído algo sobre esto (es decir, sobre las relaciones entre los poderes económicos y el poder político) pero no, desde luego, en los libros que hablan sobre la competencia perfecta.
La opción elegida para intervenir en el sistema financiero plantea varios problemas:
El primero es que es la opción más costosa en términos de gasto público. En el mejor de los casos, costará lo mismo inicialmente pero no se recuperará nada una vez pasada la crisis, porque el estado entrega dinero a cambio de nada (es decir: hace un regalo). Se embellece la operación diciendo que lo que hace el estado es facilitar liquidez a los bancos, intercambiando dinero por activos que no son líquidos pero tienen valor. No es cierto: la liquidez es la capacidad de un activo para ser convertido en dinero de forma rápida y sin pérdida de valor (el dinero es el único activo plenamente líquido) pero en este caso no se trata de activos con valor pero difíciles de vender. Se trata de activos que son difíciles de vender porque no tienen valor (es normal que ningún comprador privado los quiera cambiar por dinero).
El segundo problema es que el estado no puede obligar a los bancos a conceder crédito a las actividades productivas porque, a pesar de que sobreviven gracias al dinero público, siguen siendo empresas privadas (en las opciones 1 y 2, la propiedad pública de los bancos serviría como herramienta anticrisis para potenciar la actividad económica).
El tercer problema es que, como ocurre en las novelas de la serie negra, una vez que se ha cedido a un chantaje no hay más remedio que seguir pagando (cada pocos días escuchamos a representantes de la patronal bancaria exigir nuevas ayudas bajo amenaza de plagas bíblicas).
El astronómico coste del rescate bancario se pagará (más pronto que tarde) a través de la reducción del gasto público no productivo (no relacionado con la inversión pública). Es decir: educación, sanidad, pensiones (gasto social) y los salarios de los empleados públicos. Como esto no es suficiente, los países con capacidad para emitir dinero ya han puesto en marcha la máquina de hacer billetes. La inflación resultante será un impuesto general sobre la sociedad en su conjunto, que gravará especialmente a los perceptores de rentas fijas y a los pequeños ahorradores. Cuando lo anterior no sea suficiente o no sea posible se recurrirá a emisiones masivas de deuda pública, que trasladarán la carga hacia el futuro (tal vez no muy lejano). La amortización de la deuda requerirá fuertes incrementos de impuestos (ya no quedan empresas públicas que vender) que se aplicarán, una vez más, de forma selectiva sobre las rentas salariales (o bien como impuestos indirectos) preservando las rentas supuestamente destinadas a la inversión por el bien de la recuperación económica.
Esta intervención pública a gran escala podría parecer una vuelta a la filosofía keynesiana de participación y control del estado sobre la actividad económica. Nada más lejos de la realidad. Keynes propuso en su Teoría General el control social de la inversión como una alternativa para garantizar el pleno empleo a largo plazo en las sociedades desarrolladas. Aquí no se trata de eso. Se trata, simplemente, de pagar las pérdidas. Tampoco volverá la economía social de mercado, que se desarrolló en la postguerra de la Europa occidental como una alternativa frente a la expansión del comunismo y el ascenso de la izquierda política. No es necesaria una alternativa frente a una amenaza exterior que no existe ni frente a una izquierda política tan necesaria como inexistente en estos momentos. No volverá el modelo socialdemócrata igual que no volverá el socialismo real. Ambos modelos pertenecen a un tiempo que ya pasó.
Esto que hay ahora es el resultado de tres décadas de neoliberalismo que han reducido el estado a sus funciones básicas; convirtiéndolo, cada día más, en una agencia de subcontratación de servicios. Ahora, en lugar de reducir sus funciones, se le ha añadido una función adicional: la de actuar como una agencia de seguros a gran escala para garantizar el valor del capital financiero mediante el uso de los recursos sociales.
Por fin hemos alcanzado un mundo perfecto.
Jesús Rodríguez Barrio es profesor titular de Macroeconomía en el Departamento de Análisis Económico II de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) en Madrid.
de Revista Sin Permiso
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