Carlos Taibo
Para dar cuenta de lo anterior lo primero que se impone es recordar que las reiteradas declaraciones que se han producido en los últimos días en lo que atañe al final de la etapa de recesión beben en buena medida de un designio prefijado: el de crear un escenario psicológico que permita que ese final se haga realidad, y ello aun en ausencia de elementos materiales que apuntalen el proceso. Más allá de ello, y comoquiera que, fanfarria retórica aparte, no hay motivos para afirmar que las reglas del juego han cambiado sensiblemente -la desregulación sigue campando, en otras palabras, por sus respetos-, lo suyo es afirmar que, de entrar las economías en una fase de bonanza, por muy relativa que esta sea, lo más sencillo es que el retorno a un escenario de recesión sea rápido. Hay quien sostiene al respecto que, comoquiera que los problemas principales no nacen del capitalismo desregulado, sino de la propia lógica del capitalismo en sí mismo, sin adjetivos, debemos prepararnos para un escenario marcado por el descrédito de los esquemas cíclicos que hemos manejado durante decenios. O lo que es lo mismo: debemos aceptar que la recuperación de la que hablan tantos estudiosos no es sino un fuego de artificio que esconde una nueva crisis que se manifestará con rapidez.
Que las reglas, y los valores, no cambian lo demuestra palmariamente un hecho: nadie parece dispuesto a tomarse en serio una discusión central como es la de la idoneidad del crecimiento económico y del despegue del consumo a la hora de medir cómo van las cosas. Nunca se subrayará lo suficiente que, a diferencia de lo que ocurrió en 1929, el capitalismo se topa hoy con un problema central: el de los límites medioambientales y de recursos del planeta. Cualquier apuesta que dé en defender inopinadamente el crecimiento como panacea resolutoria de todos los males - y en ese magma mental se hallan, entre nosotros, tanto el Gobierno como la oposición-arrastra problemas sin cuento que nacen del olvido de circunstancias importantes. Entre ellas despuntan la precaria, por no decir nula, relación entre el crecimiento económico y la cohesión social, el agotamiento de recursos básicos, el despliegue de agresiones medioambientales acaso irreversibles y el asentamiento de un modo de vida esclavo que confunde interesadamente felicidad con consumo.
Parece, por otra parte, que quienes anuncian el final de la crisis sólo tienen en mente la manifestación de esta que hemos decidido etiquetar de financiera. Hay, sin embargo, en la trastienda, otras crisis que no suscitan, llamativamente, atención alguna. Porque ¿hemos puesto un freno convincente, por ejemplo, al cambio climático, una realidad inexorable de efectos en todos los casos negativos? ¿Hemos asumido políticas de reducción del consumo y de despliegue de energías renovables que nos permitan encarar con optimismo el incremento, inevitable a medio y largo plazo, de los precios de la mayoría de las materias primas energéticas, manifiestamente escasas, que hoy empleamos? ¿Estamos actuando de manera creíble para poner coto a un problema de siempre, como es el de la pobreza y el hambre que atenazan a buena parte de los habitantes del planeta?
Los hechos así, más bien parece que quienes se empeñan en contarnos que la crisis ha terminado están pensando, en exclusiva, en sus intereses más inmediatos y mezquinos, y están olvidando lo que perciben todos los días en su carne la mayoría de los seres humanos. Y es que, y dicho sea de paso, muchos de los habitantes del sur de Asia, del África subsahariana y de América Latina han vivido siempre inmersos en una crisis de la que, las cosas como van, tienen pocas esperanzas de salir.
Carlos Taibo, profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de ´En defensa del decrecimiento´.
Fuente: La Vanguardia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario