Jaime Rubio
Miguel Sebastián, nada menos que el ministro de Industria, ha atemorizado a los gigantes de la banca, plantándose frente a ellos y mugiendo que la paciencia del gobierno se está terminando. Las empresas y las familias deben recibir financiación a cambio del apoyo que están recibiendo estas entidades.
La historia de este hombre sólo puede acabar de dos maneras: o consigue vencer a Botín y a sus secuaces, y que estos suelten la pasta, o morirá víctima de una conspiración para callar la voz del único que se atrevió a hacer frente a quien jamás tiene enemigos (vivos).
En cualquier caso, el resultado será el mismo: una película protagonizada por Kevin Spacey, candidata a siete u ocho Oscar y gran decepción al llevarse sólo dos, ambos técnicos.
Sebastián, ese coloso escondido en un traje de David (en realidad creo que es el típico traje de Massimo Dutti, pero ya se me entiende), me recibe en su despacho, donde está afilando su hacha y reordenando su colección de escopetas recortadas.
Intento tragar saliva, pero tengo la boca seca.
“Sé por lo que vienes, enano —me dice con su voz aguardentosa, sin levantar la mirada de la cuchilla—. Por mi amenaza a los bancos. Pues ya puedes escribir —y así lo hago— que se me sigue acabando la paciencia y el día menos pensado… Voy a coger y… Vamos… Que cuando yo me cabreo… Es que mira… Es que me pongo nervioso sólo de pensarlo… Arg…”
Algo desconcertado por lo que cuesta escribir todo eso, intento pedirle que concrete un poco más: ¿qué hará si los bancos no abren el grifo del crédito? “Como no abran… Como no… Huy… Estos a malas no me conocen, ¿eh? Que me enfado y… Y les digo cuatro cosas bien dichas, ¿eh? Que estos a malas no me conocen”.
De hecho, movido por la rabia se muerde el labio inferior justo antes de explicar que una vez, en una cena en la que coincidió con Botín “me salió con que los bancos son los que mandan de verdad y yo le dije, de qué vas, atontao, de qué vas”. ¿En serio le dijo eso a Botín? “No lo dije, pero lo pensé. Lo pensé muy fuerte. Y le miré así: ¬¬ Seguro que notó las malas vibraciones”.
Sebastián insiste en que su problema es que “es muy bruto” y “deja siempre las cosas claras. Yo soy así, voy de cara. Suelto VER-DA-DES. Y me llevo guantazos, sí, pero también reparto unos cuantos. El otro día vi al González, al del BBVA, y le dije, tsch, tú, dónde está mi vajilla. Al cabo de tres semanas y dos burofaxes, tenía la vajilla en casa. Me la compré yo. Porque resulta que sólo te la dan si tienes un saldo mínimo de… Bueno, es igual, el caso es que acabé con la vajilla en casa. Que no necesito su caridad. Que estos a malas no me conocen, que les voy a soltar cuatro verdades bien dichas, que se me está acabando la paciencia, que un día cojo y, vamos, la lío, ¿eh? Que la lío”.
José Blanco interrumpe la entrevista, entrando sin llamar. “Perdona Miguel —dice—, resulta que tenemos paciencia de sobras con los bancos". “¿Sí?”, pregunta Sebastián, claramente decepcionado. “Sí, sí. Guarda el hacha. Ahora. Gracias”.
En cuanto Blanco deja la habitación, Sebastián bebe un poco de agua y asegura: “Este, el Blanco, a malas no me conoce. Un día le voy a decir cuatro cosas. Pelota de mierda. Hombre ya. Se me está agotando la paciencia con este tío. Un día voy a explotar y la lío bien gorda. Vamos, hombre, que le digo yo cuatro verdades bien dichas, al pelota este. ¿Qué se ha creído? Un día lo cojo por banda y me va a oír”.
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