¿Qué significa hoy, en el mundo de la crisis económica globalizada, ser migrante? Significa ser el blanco, el objetivo, el sujeto sobre el cual tratar de descargar las consecuencias más apremiantes de la crisis económica, es decir los despidos masivos, la falta de empleos, la reducción salarial. Significa ser las primeras víctimas de la tentativa de descargar encima de los migrantes, justamente en el momento en el que el mundo celebra la elección del hijo de un migrante a la presidencia de Estados Unidos, el precio de una economía global inestable, de mercados financieros que supieron y pudieron eludir las reglas escritas por sus propios jugadores, de un estado del bienestar –en donde aún queda– incapaz de ofrecer respuestas a millones de precarios, permanentemente en la búsqueda de un rédito entre trabajo a destajo, despedidas y erosión de las garantías adquiridas en el pasado. De tal manera que la competición se traslada hacia abajo: los migrantes nos convertimos en los adversarios en la búsqueda de un trabajo y en algunos casos sujetos de peligro público. Claro está: no es la primera vez ni la última será que la individuación del enemigo, del peligro, se ubique en la figura de los migrantes. Sin duda la política y la información han jugado y siguen proponiéndolo un papel fundamental en este sentido. Sin embargo el verdadero nudo a resolver es que alimentar y volver a proponer este juego encuentra, en la crisis, aún mayor terreno en el que establecerse. Y entonces hoy, a la par con el establecerse de nuevas herramientas represivas y descriptivas del “peligro extranjero”, sobre todo en los países más ricos, se presenta una nueva apremiante problemática. Si bien es cierto que miles son los migrantes que tendrán que volver a su tierra de origen, tal como lo demuestra la reciente realidad que finalmente cumple con lo que por meses los gobiernos negaron, también es muy acertado afirmar que muchos migrantes –¿la mayoría?– no se irán a ningún lado. Quiérase porque decidan aguantar las vacas magras y no volver a arriesgar su aún precaria permanencia en el país receptor, quiérase porque muchos son los migrantes que ya están insertados cultural, económica, social e inclusive políticamente en la sociedad de acogida.
Miremos pues a la Unión Europea, en la que toda legislación migratoria siempre se ha centrado en interpretar a los flujos migratorios como a oleadas de mano de obra barata. Con la crisis actual, miles son los migrantes que están siendo despedidos y alejados de sus puestos de trabajo. ¿Qué hacer en estos casos? Algunos gobiernos se han planteado la expulsión inmediata de los miles de trabajadores nuevos desempleados. Protestan entonces los industriales europeos porque mañana –habrá un fin a esta crisis, esperan– cómo se podrá volver a contratar a esos miles de trabajadores ya calificados y preparados. No fuera suficiente, y más importante aún, lo mencionado arriba: habrá quienes no querrán irse. Por años criticamos a la perversión legal que amarra el permiso de legal estancia al contrato laboral. Así han sobrevivido millones de migrantes durante años, estableciendo sus redes sociales, enviando sus hijos a las escuelas del país receptor, en fin, construyendo vidas y sueños en el territorio de acogida. ¿Querrán moverse estas personas? Creemos que no. Y si así habrá de ser, nos encontraremos con millones de nuevos desempleados, sujetos a expulsión y que –esperamos nosotros– tendrán que oponer resistencia. Juntos a éstos, los otros, los que llegarán.
Circula una nueva consigna en la Unión Europea: bloquear las nuevas llegadas. Suspender el ingreso legal, los flujos legales y establecidos anualmente por cada país. Detenerlos, suspenderlos, pues no se necesita de nuevas manos migrantes para los trabajos sucios. Y bien, que lo hagan. Si con esto creen resolver el problema... como si hasta ahora el camino migrante hubiera dependido de las leyes europeas. La migración es un fenómeno que va más allá de cualquier ley –más si ésta es con enfoque represivo– que trate de regularla. Y esta crisis que hoy y durante el próximo futuro nos agobia no frenará ciertamente el deseo migrante de una mejor vida. Quizás será justamente el contrario.
¿Qué sucederá entonces? Difícil preverlo. Si es cierto que la crisis en los países del norte se está socialmente –y no sólo– descargando sobre la espalda migrante, lo posible serían una serie de medidas de resistencia que pongan finalmente al descubierto la misma realidad migrante no como una masa de trabajadores privados de identidad y de derechos, sino como un conjunto de sueños, deseos, vidas, proyectos que difícilmente se dejarán borrar del mapa. Es por esto que quizás hoy resulte urgente retomar la consigna que se mencionaba en una anterior entrega a este espacio (La Jornada, 15 de noviembre de 2008): no seremos nosotros quienes pagaremos la crisis. Y no sólo eso. La aparente derrota del neoliberalismo y la real crisis económica pueden estar abriendo espacios en los cuales los señores debilitados del poder globalizado se encuentren necesitados con volver a escribir las reglas del juego. De ser así, por parte migrante –y en general por parte de todos los que abajo estamos– debería ser urgente abrir los espacios para una redefinición colectiva y horizontal de las normas que cambien de signo las actuales leyes represivas.
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