Empiezo a pensar que los centros de yoga y terapias orientales y las editoriales dedicadas a vender y fomentar autoayuda, serán las áreas de negocio que saldrán mejor paradas de los malos tiempos económicos que parece que se avecinan. No lo digo tanto por las secuelas psicológicas derivadas de los apuros económicos que están por llegar, como por la receta unánime que las autoridades políticas y económicas y algunos especialistas en la materia, han prescrito a la población: tranquilidad y optimismo.
Esta recomendación ya es casi un tópico en la materia, que utilizan especialistas de diferentes tendencias ideológicas y dependencias salariales, casi siempre en los mismos términos, con la única diferencia de la relación entre la dirección del viento y su particular posición e interés. Por ejemplo, algunos neoliberales animaban no hace mucho a seguir comprando e invirtiendo en el mercado inmobiliario pese al riesgo de agotamiento de éste; entre ellos, el economista Tom Burns Marañón, instaba a no temer nada porque, según él, es «el pánico lo que pincha las burbujas» («Fuera Pánicos», El Mundo 3/09/2006). Más cerca, hace un mes, Amparo Estrada, que dirige la sección «Dinero» del diario Público, venía a decir más o menos lo mismo, esta vez sobre las señales que a final de año apuntaban hacía un empeoramiento general de la economía: «Detrás de las cifras macroeconómicas, de las estadísticas y de las cuotas de mercado, lo que hay son personas. Personas que actúan en función de sus expectativas y de la confianza que tengan en el futuro. Lo que quiero decir es que es posible que la crisis pudiera ser breve pero la vamos a convertir en un tremendo Tambora a fuerza de pesimismo y melancolía» («Somos unos románticos»,Público 24/12/2007).
Para cualquiera de ellos, la economía es un problema de percepciónes y reacciones, y son sentimientos como la confianza, el valor o el miedo, las que hacen girar a un lado u otro la rueda de la fortuna. Este tipo de análisis, es uno de los preferidos por el periodismo económico para comunicarse con el gran público. Pero entendido al pie de la letra, podríamos pensar, que la pobreza endémica en el continente africano o, más cerca, la exclusión del mercado de la vivienda de amplísimos sectores de la población, no son culpa de las relaciones internacionales de dependencia y explotación o de la libertad absoluta del mercado inmobiliario para fijar los precios, sino de que la mayoría de la población africana o española está formada por una pandilla de cenizos. Eso sí, los africanos más, y por eso están peor.
Así, afirma Estrada que «si un trabajador cree que peligra su puesto de trabajo, no se embarcará en la compra de una casa; si un empresario piensa que no va a poder incrementar sus ventas porque el consumo se va a parar, no contratará nuevos trabajadores ni invertirá en maquinaria nueva; si un empleado en una tienda de muebles oye que no se van a seguir vendiendo pisos, no se atreverá a montar su propia tienda porque no habrá negocio». Por lo tanto, actualmente el riesgo no reside en la relación negativa entre el crecimiento de los precios y el de los salarios, o en la sangría de parados que pueda producir a partir de ahora el sector de la construcción; el peligro es que si la gente se asusta y no compra, no gasta y no invierte, es el crecimiento económico el que puede resentirse; y eso perjudicará a todos.
Según esta tesis, el efecto dominó se producirá de abajo hacía arriba y no, como tememos muchos, de lo más alto de la pirámide contra su base. Pero, por lo general, el problema se cuece en otras esferas. Los mercados financieros y quienes concentran grandes cantidades capital, se lo guisan solitos a la hora de repartir beneficios; pero cuando una edad de oro se convierte en un callejón sin salida, cuando la riqueza de una época se volatiliza en unos meses, los cierres de empresas, las fugas de capitales o los despidos, vienen de las alturas, que de acumular beneficios pasan a repartir las pérdidas hacia abajo. Por poner dos ejemplos extremos pero representativos, el pánico capaz de provocar una catástrofe es el de los especuladores del crack del 29 o el de los bancos de la «crisis del corralito» del 2001 en Argentina, que cuando en vez de a dinero fresco huelen a muerto, saltan al grito de tonto el último. Ahí, el pánico de la mayoría de la población es una consecuencia, la de quién despierta una mañana cualquiera enjaulado junto a un león hambriento, pero no una causa.
En general, y más allá de la gravedad o las dificultades de una determinada coyuntura económica, hay hechos en los que la mayoría de la población difícilmente puede intervenir. En sus manos está aplicar unas matemáticas racionales a los recursos de que disponen, pero en sus manos no están el PIB ni la inflación; entre otras cosas porque no está a su alcance evitar la especulación en el mercado inmobiliario, la estampida de constructores y promotores, los despidos, el precio del petróleo o la especulación en el mercado de cereales. Sí lo estaría, quizás, si hubiera una mayoría social dispuesta a ocupar los miles de pisos vacíos, a realizar una descomunal huelga de hipotecas o alquileres, o a realizar un boicot masivo en la compra de gasolina o pan. Pero no parece que este sea el caso ni el clima.
Por otra parte, lo que no parecen tener en cuenta estos lamentos sobre el miedo o la cobardía económica de los cualquieras, es que si un trabajador teme ser despedido o si el empleado de una tienda de muebles ve que han bajado las ventas, no será porque lo hayan leído en los periódicos, sino probablemente porque la empresa lo ha dejado caer o porque se nota en la actividad diaria. Obviamente, si la economía es una cuestión de confianza, la confianza o la desconfianza son fruto, en buena parte, de la experiencia directa. Y que un montón de especialistas y el gobierno mismo digan que las cosas irán bien, servirá de bien poco para revocar un Expediente de Regulación de Empleo, una situación de incertidumbre laboral, un balance que no cuadra o una subida más del Euribor.
Por lo tanto, parece poco realista pedir a la gente que tome decisiones que afectarán a su supervivencia en función de las previsiones de crecimiento macroeconómico. No se le puede pedir a quienes están sujetos a contratos precarios, alquileres que absorben la mitad de un sueldo, movilidades geográficas, pagos de autónomos o hipotecas, que tomen sus decisiones no en función de lo que dice su cuenta corriente y los indicadores sobre su cierto o incierto futuro laboral, sino pensando en el Producto Interior Bruto como quien salta al ruedo y se santigua en el nombre de Cristo salvador.
Puede que uno sea un cobarde, pero pienso que a quienes no les sobra ni siquiera lo ahorrado, tienen que ser necesariamente conservadores en lo económico, porque en conservar lo que tengan les va la supervivencia, y en esa capacidad para conservar reside también la base y la posibilidad de prosperar. Es curioso que la misma gente que les pide que sean emprendedores, son los que luego les exigen una moderación salarial con la que es difícil emprender nada. Debe ser que uno no sabe de psicología o de teología económica, o que simplemente es un desconfiado.
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