miércoles, 10 de diciembre de 2008

TODOS LOS SERES HUMANOS, ¿NACEN LIBRES?



La Declaración Universal de los Derechos Humanos se celebra estos días como un documento internacional de relevancia excepcional. Se trató de un intento importante para fundar y universalizar los derechos humanos. El 10 de diciembre de 1948 la Asamblea General de la ONU proclamó solemnemente que los derechos humanos son una prerrogativa absoluta de todos los individuos, pertenezcan a la nación, cultura o civilización que pertenezcan. En el primer artículo de la Declaración se llega a afirmar que todos los seres humanos “nacen libres”, que son “iguales en dignidad y derechos” desde su nacimiento, y que “deben comportarse fraternalmente”. Se trata de una concepción filosófica inspirada en el idealismo ético que dominaba en la segunda posguerra en Europa.

La filosofía universalista del “derecho natural”, típica del protestantismo y del catolicismo prevaleció sobre el resto de doctrinas. El resultado fue que la Declaración Universal poco tiene de universal. Impone como cosa debida una visión concreta del mundo impregnada de individualismo, liberalismo y formalismo jurídico occidentales.

No es casual que se hayan producido violentas discusiones internacionales a este respecto. En concreto, en 1993, durante la segunda Conferencia de las Naciones Unidas sobre derechos humanos, dos concepciones incompatibles del todo se enfrentaron. Por un lado estaban las tesis de la Declaración Universal, con su reivindicación de los derechos individuales, de la libertad y la privacidad. Por el otro, estaba la posición de gran parte de los países de América Latina y los países asiáticos, con Cuba y China al frente. Estos países situaban en el centro los “derechos colectivos”, ignorados en la Declaración Universal, especialmente la lucha de los pueblos contra la pobreza y el dominio económico, financiero y militar de los países industriales.

En realidad la Declaración de 1948 ha ejercido y ejerce aún una influencia mínima en las relaciones internacionales. La formuló un organismo como la Asamblea General, carente de poder normativo efectivo. De hecho, el texto de la Declaración está estructurado como una proclamación ético-filosófica que carece de sanciones e instrumentos ejecutivos capaces de llevarla a cabo. Para probar la ineficacia dramática basta con consultar los informes de Amnistía Internacional: más de dos mil millones de personas sufren actualmente la violación sistemática de sus derechos. La magnitud del fenómeno es creciente y afecta a un número altísimo de estados: más de 150 de 200, incluidos los estados occidentales. Las violaciones incluyen una larga serie de atrocidades; entre otras, el genocidio, la tortura, la pena de muerte, las ejecuciones sumarias, las desapariciones, los homicidios políticos, la violencia contra las mujeres, la esclavitud, la violencia contra los niños, las ejecuciones capitales de niños y discapacitados, el trato inhumano y degradante de los detenidos.

Pero las tragedias del mundo son sobre todo las guerras de agresión, el hambre y la pobreza absoluta, cuyos responsables son mayormente los países occidentales, empezando por los Estados Unidos y la OTAN. Pensemos en Guantánamo, Abu Ghraib, Bagram, en las masacres en Iraq y Afganistán. Recordemos, como acaba de hacer Luciano Gallino, que en la India, de 1996 a 2007 se han suicidado 250.000 campesinos por culpa del hambre y las deudas. La razón de su miseria se halla en los monocultivos impuestos por las corporaciones europeas y estadounidenses. ¿No habíamos quedado en que todos los hombres nacen iguales?


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