miércoles, 17 de diciembre de 2008

EL GRAN VUELCO


La crisis financiera desatada en Estados Unidos ha desquiciado los mercados de dinero y capitales, la producción, el empleo y el consumo. Además, ha provocado una enorme expansión de la deuda del gobierno, así como formas de intervención en las empresas privadas sin parangón.

El sistema financiero tal como existía hace apenas nueve meses es hoy irreconocible en cuanto a su estructura institucional; los instrumentos convencionales del crédito han desaparecido y las corrientes de los préstamos crédito han dejado de operar para fines prácticos. Todo eso ocurre a pesar de las enormes inyecciones de dinero por parte del Tesoro y de la Reserva Federal.

La política monetaria ha llegado a su límite una vez que las tasas de interés de los títulos de deuda de corto plazo del gobierno tienen tasas de interés cero. Los ahorradores se refugian por ahora en ese tipo de deuda, aun con rendimientos reales (luego de la inflación) negativos; lo hacen, aunque parece extraño, por la garantía del gobierno federal.

No se ha superado todavía el riesgo de una posible deflación, es decir, la caída de los precios que agravará aún más la situación recesiva. La corrección de los precios de los bienes raíces no se ha dado y las presiones hacia la contracción del producto persisten. La muy frágil condición de las tres grandes empresas automotrices agrava las cosas y su efecto se extiende por una larga cadena de actividades subsidiarias dentro y fuera de Estados Unidos.

Ahora se pone cada vez más atención en las políticas de estímulo fiscal sobre la demanda agregada mediante el gasto público en una serie de rubros, especialmente la infraestructura física y energética del país como la que planea Obama.

Estas políticas son problemáticas y muy debatidas. No hay una clara teoría económica que ampare este tipo de intervención en cuanto a su efectividad para salir de modo rápido de la depresión económica en curso.

Se cita mucho a Keynes y las políticas del Nuevo Trato de Roosevelt, pero la situación en los años de 1930 era distinta en muchos sentidos. Uno es la extensión y profundidad de las relaciones económicas globales; otro es que finalmente la crisis de aquella época se superó sólo luego de que la economía de guerra se transformó en civil hasta 1945.

El gasto público es, ciertamente, un estímulo necesario; es más, casi único en las condiciones actuales, pero no tiene un efecto automático en el funcionamiento y la corrección de los mercados. La asignación de ese gasto y la manera en que se transmite en los diversos canales de la economía ocurre de manera compleja y con diversos obstáculos y cuellos de botella. La efectividad de ese tipo de gasto no está asegurada.

No puede preverse con certeza cuál será el impacto de la expansión fiscal sobre el nivel de la actividad económica, ni cuánto tiempo tarde en cumplir el objetivo que se le asigna. A eso hay que sumarle la fuerte expansión de la deuda pública en que se ha incurrido, así como la depreciación de los activos de las familias, en especial de sus viviendas y su alto nivel de endeudamiento.

Las deudas habrá que pagarlas en algún momento. Recuérdese que una forma de reducir la carga de la deuda es la inflación, pero en el marco actual eso no es posible.

Ése es uno de los dilemas actuales del entorno político, de las políticas públicas y de los difíciles acuerdos que tienen que establecerse so pena de provocar rupturas graves en un entorno social por demás debilitado.

El vuelco que ha provocado esta crisis ha puesto en evidencia las concepciones teóricas e ideológicas, así como las prácticas de la gestión estatal que prevalecieron durante tres décadas. Esas concepciones se derrumban. Es una interesante paradoja que esto le haya sucedido a una administración como la de Bush con su explícita y provocadora defensa y promoción de un liberalismo a ultranza. Este periodo ha estado lleno de fraudes financieros desde Enron hasta el más reciente de Madoff.

No puede ya sostenerse más la capacidad intrínseca de ajuste de los mercados, pero tampoco puede sostenerse el automatismo de la intervención estatal. Esta situación no es, sin embargo, un callejón sin salida. Pero su superación no va a encontrarse en los cubículos de los profesores ni en los corredores del poder político esclerotizado.

El restablecimiento de un acuerdo social funcional será imprescindible. Para que eso ocurra deberá haber condiciones materiales mínimas y liderazgos efectivos que canalicen la presión social. Las resistencias de todos las partes involucradas van a ser muy grandes en una estructura de poder tan estrechamente vinculado. Se abre un periodo de contradicciones con fuertes fricciones que no se resolverán en al ámbito de los intereses nacionales definidos estrechamente.

La actual es una situación que requiere de gran capacidad de pensar en términos complejos, sin direcciones únicas, en que habrá que probar si la destrucción en curso genera algunos rasgos de creatividad y capacidad de transformación. Garantías, por supuesto, no las hay.


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