Juan Francisco Martín Seco, en Público
La cumbre del G-20 en Londres estuvo marcada por la aparente persecución de los paraísos fiscales. Su existencia ha sido siempre un escándalo, no sólo porque algunos países hiciesen del fraude fiscal y del dinero negro la industria nacional, sino también por la hipocresía de las grandes potencias que lo consintieron y permitieron que sus empresas y bancos domiciliasen sus filiales en los paraísos fiscales. Obama denunciaba durante la campaña electoral la existencia de un edificio en las Islas Caimán que albergaba 12.000 compañías estadounidenses. Tal como el entonces candidato afirmaba: “O es el mayor edificio del planeta o se trata de la mayor estafa fiscal del mundo, y todos sabemos cuál de las dos opciones es la verdadera”.
La OCDE venía ya desde hace algún tiempo elaborando una lista negra sin que su existencia tuviese ninguna repercusión, hasta que el G-20 amenazó con sanciones. A partir de ese momento, la lista se ha ido vaciando porque casi todos los inscritos se han apresurado a obtener el certificado de pureza de sangre. Certificado que, por otra parte, resulta muy fácil de conseguir, basta con firmar 12 acuerdos bilaterales con otros tantos países. La probabilidad, por tanto, de cubrir las apariencias aunque se continúe con las mismas prácticas fraudulentas es elevada.
Hay quien afirma que la postura de los mandatarios internacionales en esta materia tiene mucho de función escénica, ante la dificultad de presentar avances efectivos en la regulación de los mercados financieros y la necesidad de hacer ver a sus ciudadanos que hacen algo al efecto. De hecho, en la declaración del G-20 en Pittsburgh ya no aparece más que una referencia de pasada a los paraísos fiscales.
Hay quien afirma que la postura de los mandatarios internacionales en esta materia tiene mucho de función escénica, ante la dificultad de presentar avances efectivos en la regulación de los mercados financieros y la necesidad de hacer ver a sus ciudadanos que hacen algo al efecto. De hecho, en la declaración del G-20 en Pittsburgh ya no aparece más que una referencia de pasada a los paraísos fiscales.
Resulta difícil ser optimista acerca de la erradicación de los paraísos fiscales en el futuro. Todo apunta a que, una vez que pase la crisis, poco a poco todo volverá a la situación anterior. Y es que, además, ¿cómo combatirlos si con la libre circulación de capitales cada país se convierte en un paraíso fiscal respecto al vecino? Todos compiten para atraer capital ofreciendo las mejores condiciones fiscales. ¿Acaso no hemos escuchado estos días reiteradamente que no era posible gravar a los contribuyentes de ingresos elevados, ya que el capital viaja a la velocidad de la luz? Por ese motivo, parece ser que habrá que gravar con el mismo tipo impositivo al consejero delegado del BBVA, que se jubila con una pensión anual de tres millones de euros, que al contribuyente que cobra 60.000 euros anuales. En nuestro país existe el peligro incluso de que algunas comunidades, como el País Vasco, se transformen en un paraíso fiscal para otras comunidades, como La Rioja.
Es paradójico que de forma generalizada se repudien todas las medidas proteccionistas y se condene la llamada política de empobrecer al vecino, argumentando que el vecino reaccionará a su vez y no se habrá adelantado nada y, sin embargo, después se acepte con la mayor naturalidad que todos los países acometan prácticas claramente proteccionistas como el dumping fiscal y no se aplique en esta materia el mismo razonamiento.
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