Sentido social es aquella aptitud para percibir y ejecutar prontamente, como por instinto, en las situaciones concretas en que nos encontramos, aquello que sirve mejor al bien común.
En las últimas semanas estamos asistiendo a un panorama dantesco en el que la caída de un banco tras otro se suceden a ritmo vertiginoso a ambos lados del Atlántico. Los ciudadanos ya no somos capaces de retener la cantidad de ceros que hay que poner a las cifras que se mueven tanto en el ámbito de las pérdidas de las entidades financieras como en el de las ayudas de los gobiernos.
Pero no son sólo las grandes cifras las que nos desconciertan. Los sindicatos callan ante la crisis mientras más de 90.000 trabajadores pierden su puesto de trabajo mensualmente; el presidente de la patronal pide que se suspenda temporalmente la economía de mercado; el PSOE ha intentado resistirse como gato panza arriba para no tener que mencionar la palabra crisis de un modelo económico neoliberal que debería ser su contrincante natural y acusa al PP de antipatriota; el PP insiste en la crisis del modelo que en buena medida es su modelo; Wall Street, el símbolo del libre mercado, suspira por la intervención del Tesoro y de la Reserva Federal de los Estados Unidos; la presidenta alemana dice un viernes que no saldrán a la ayuda de los bancos privados que hayan realizado una mala gestión y al lunes siguiente aprueba un monto de 50.000 millones de € de ayuda para uno de los primeros bancos del país en situación de quiebra…
El desconcierto se va propagando por los distintos sectores económicos como si de las ondas de un estanque al tirar una piedra se tratara. Primero nos dicen que los “ingenieros financieros” consiguieron meter en el mercado las hipotecas de familias de bajos ingresos, sin avales y con condiciones laborales precarias que obtuvieron sus préstamos cuando el dinero estaba barato, y que ese ingreso en el mercado se hizo por la puerta grande, es decir, convirtiéndolo en bonos altamente seguros amparándose en que detrás de toda hipoteca siempre está el respaldo del inmueble hipotecado. Pero los impagos se han multiplicado y el precio de la vivienda ha caído y esos bonos han perdido buena parte de su valor. A continuación, esto se ha llevado por delante a entidades financieras, bancos hipotecarios, de inversión y aseguradoras poseedoras de esos bonos. Pero, como nadie sabe bien quién tiene esos bonos, no sólo ha habido problemas de solvencia sino que unos bancos no se fían de otros y ahora no hay manera de conseguir crédito, es decir, hay además un problema de liquidez. Por último, si no hay préstamos, las pequeñas y medianas empresas no resisten el tirón de la crisis y empiezan los despidos masivos.
Esta onda parece que nadie sabe hasta dónde va a seguir propagándose. Asistimos a inyecciones de cientos de millones de euros por parte de los bancos centrales y de los gobiernos para dar liquidez y superar la desconfianza entre bancos que no se prestan entre sí; asistimos a procesos de seminacionalización de entidades financieras; se reducen las tasas de interés y, a pesar de todo ello, las bolsas todavía, al día de hoy, no reaccionan. Se intenta evitar que la onda se siga propagando, pero en el fondo todos sabemos que esto tiene dos dimensiones: extensión y profundidad. Se lucha porque no se extienda más pero sabemos que en profundidad las cosas no son nada halagüeñas al menos en el corto plazo.
¿Crisis?
Que hay crisis ya nadie lo duda pero sería bueno hacer un pequeño apunte al respecto porque hay crisis y crisis del sistema. Los momentos de crisis se diferencian de los de crisis del sistema por varias razones pero una de ellas es porque en este último caso las cosas se ponen mal para todos. Y hago hincapié en “para todos” porque hay muchos millones de personas instaladas en una crisis permanente que el sistema acepta como parte del mobiliario, pero lo que no se puede aceptar es que esa crisis llegue también a los grandes, es entonces cuando hablamos de crisis del sistema, que es lo que parece que tenemos ante nuestras narices.
Conviene no olvidar en todo esto que si caen los grandes es porque hay muchos pequeños que se han hundido antes y que cuando los grandes caen arrastran tras de sí tremendas marejadas de efectos sociales nefastos que en buena parte están aún por llegar, aunque ya van haciendo su carta de presentación. Es por ello que tenemos que estar atentos para ver si los remedios que se proponen buscan el salvamento, tan sólo, de la crisis del sistema o si se orientan a resolver las crisis de las familias que mal llegan a fin de mes y para las que hablar de ahorrar es un sueño.
Pero siendo esto así, y habiendo llegado al punto en que nos encontramos, conviene tener presente que los momentos de crisis también son momentos de reflexión profunda, son momentos en que las contradicciones de los sistemas rebosan los diques que se construyen a base de demagogia y entonces surgen todas esas preguntas que estaban silenciadas pero que de un modo u otro se intuían o, al menos, chocaban con lo que es el sentido común.
Son ya muchas las reflexiones que se han vertido en torno al papel de los Estados; las regulaciones que deben imponerse a los mercados; el desigual reparto de la riqueza favorecido por el actual sistema económico; la indefensión de la ciudadanía que ha de pagar las facturas de los platos rotos de los grandes… La gente se pregunta: ¿dónde están ahora los grandes gurús de la economía que decían tener todo tan claro?, ¿cómo una ciencia tan arrogante y tan estructurada como la economía sólo sabe hablar de crisis de confianza y se reconoce incapaz de predecir una evolución de lo que puede pasar?, ¿cómo hemos llegado hasta aquí sin que nadie alertara mucho antes de lo que estaba ocurriendo?
Intentando contribuir a ese ejercicio de reflexión tan necesario quisiera apuntar algunas consideraciones acerca del valor y la especulación económica.
La especulación un mal omnipresente
Aunque en las últimas semanas ha tomado el protagonismo la crisis financiera-hipotecaria podemos afirmar que no es la única fuente de quebraderos de cabeza por los que pasa la economía mundial, otros dos elementos fundamentales han dado bastante que hablar últimamente, me refiero a la escalada de precios del petróleo y a la de los alimentos. No está mal el cóctel que tenemos encima de la mesa: energía, financiación, vivienda y alimentos. Cada uno de estos ingredientes es como para tomarlo muy en serio, pero juntos…
Cuando uno lee los análisis que hacen los especialistas en estos temas uno encuentra explicaciones varias: mala gestión, aumento de la demanda, escasez de recursos en un futuro medioplacista, etc. Pero en todos los casos aparece un elemento común: la especulación. Ya sea especulación inmobiliaria o financiera, especulación que dispara los precios del petróleo o de los alimentos básicos en los mercados de futuros. La especulación siempre está ahí con diversos rostros, yo antes utilizaba el término de “ingeniería financiera”, ese es uno de ellos. Pero hay algo que la hace especial, siempre está presente en la economía, como si del colesterol se tratara, pero cuando sus niveles se disparan el fallo cardiaco no está lejano.
La especulación va más allá de los principios de uso, de necesidad o de escasez, incluso más allá del derecho a la propiedad. La especulación se reserva para sí el intervenir en el terreno de juego donde se decide, nada más y nada menos, que el establecimiento del valor de los bienes. Es un terreno especialmente sensible y, es por eso, que cuando la especulación ha campeado a sus anchas en un sector económico determinado suele acabar generando crisis extremadamente profundas, es el famoso “pinchazo de la burbuja”. La especulación, movida siempre por el beneficio cortoplacista, favorece el incremento artificial del valor de ciertos bienes y actividades económicas para luego abandonarlas generando desplomes de valor en espacios de tiempo tan cortos que casi no cabe capacidad de reacción especialmente para los más débiles.
Jugar con el valor es jugar con fuego. Pensemos, por ejemplo, dónde queda la lucha por el reconocimiento de la propiedad si hay alguien que se guarda en la manga la capacidad de jugar e incluso de fijar el valor de lo poseído. ¿De qué me sirve tener la propiedad sobre un bien económico si otros pueden cambiar su valor? Esta es la gran pregunta que trasladada a esquemas económicos está detrás de la “desconfianza” de la gente. La desconfianza no la podemos despachar diciendo que es una paranoia colectiva, hay detrás una pregunta medular que requiere una respuesta que nadie quiere abordar porque supone acabar con demasiados intereses.
Para ver de forma un poco más gráfica el cambio de valor de los bienes podemos echar un rápido vistazo, desde este punto de vista, a esos cuatro sectores en crisis anteriormente citados: petróleo, alimentación, inmobiliarias y finanzas.
- E l precio del barril Brent alcanzaba el impresionante valor de 147 dólares en julio cuando apenas hacía un par de años valía casi la quinta parte, ¿tanto petróleo van a consumir las economías emergentes?. Pero en julio empezó a bajar el precio y a finales de agosto estaba por los 108$ y ahora por los 85$ ¿es que las economías emergentes en dos meses han decidido cambiar de fuente energética? o ¿es que se está jugando artificialmente con el precio del petróleo?.
- Entre 2007 y 2008 el precio del arroz y del trigo se duplicaron, el del maíz subió en más de un 30% y, al mismo tiempo, las reservas de cereales a nivel mundial cayeron al nivel más bajo en los últimos 25 años. Decenas de países del Tercer mundo han visto cómo las protestas populares por estos fenómenos se multiplican en sus calles. Los biocombustibles explican parte de todo este embrollo pero no todo, los grandes capitales en los mercados de futuros presionan al alza los precios haciendo de la alimentación básica un elemento del que poder extraer pingües beneficios.
- El fenómeno de la recalificación de suelos para edificar que permite multiplicar el valor de los mismos trasladando ese incremento de valor a aquéllos que van a adquirir su vivienda con probablemente una hipoteca a 20 o 30 años. Años de pagos que en buena medida están destinados a cubrir el cambio de valor que se embolsa el constructor en el proceso de recalificación. Y esto en el caso de que el constructor sea el que compra y construye, que hay casos peores en que el que compra el terreno consigue que se lo recalifiquen y luego lo vende sin haber generado ningún tipo de riqueza ¿Por qué se permite esto? ¿hay que financiar así los ayuntamientos?
- Los bonos basura, los subprime. ¿Quién ha permitido que se les atribuya una triple A, esto es, que se les atribuya la máxima calificación en cuanto a su salud como producto financiero cuando la tasa de riesgo era elevadísima?, ¿quién ha permitido que algo cuyo valor sería más que cuestionado por el riesgo que conlleva se vea afirmado como un producto cuya garantía es casi incuestionable?
Buscar las grietas del sistema legal, presionar sobre los precios de los bienes económicos utilizando para ello desplazamientos casi instantáneos de grandes capitales, utilización de información privilegiada que permite adelantarse a la evolución de la valoración de los bienes económicos, etc, etc. Toda esta larga lista de estratagemas tienen un denominador común: el enriquecimiento a corto plazo.
Ya sé que habrá quien piense que el enriquecimiento a corto plazo no es malo, que al fin y al cabo la vida del especulador es dura porque juega con un factor que es el riesgo. Se argumenta que el especulador se arriesga más y por eso gana más. La cuestión es ¿por qué no se arriesgan haciendo otras cosas? ¿Por qué nos olvidamos de que detrás de todo enriquecimiento especulativo a corto plazo se genera también un empobrecimiento de alguien a corto plazo?
Debería hacernos pensar el hecho de que la administración norteamericana suspendiera temporalmente hace un par de semanas la actividad de nada más y nada menos que 800 empresas. Y ¿a qué se dedicaban? A inversiones cortoplacistas. Por ejemplo, yo sé que un banco ha adquirido muchos bonos basura y creo que va a caer en bolsa su cotización, entonces lo que hago es pedirle al bróker de turno que me consiga unos cientos de acciones de ese banco con el compromiso de devolvérselas en un par de semanas con una comisión. Consigo así el paquete de acciones y, al momento, lo vendo. Pasadas las dos semanas el banco se ha pegado el batacazo en bolsa, según se podía prever por la información que se tenía. Entonces vuelvo a comprar las acciones que vendí pero esta vez a un precio bastante inferior por lo que estoy en condiciones de devolver las acciones que me prestaron, pagar la comisión y todavía quedarme con un pellizquito. No he generado nada, no he producido nada , es más, es que no he puesto ni siquiera dinero en la operación pero me he sacado mi pellizquito. Y este ejemplo supone que soy un pequeño especulador, pero ¿qué pasa si soy un fondo de pensiones que mueve miles de millones de dólares? Entonces hasta puedo llegar a inducir las crisis financieras como pasó años atrás con la crisis de las tormentas monetarias.
El caso es que en la especulación ya no funciona eso de Dinero-Mercancía-Dinero, lo que cuenta es Valor inicial-Valor final-Dinero. Este es el juego que crea las burbujas y las destruye generando un proceso de “desconfianza” tan profundo. Póngase fin a estas dinámicas y a todos los resquicios legales que las amparan: fuera las agencias de calificación corruptas, fuera el sistema de recalificaciones de suelos tan indecente como el que tenemos, átese en corto a los capitales golondrina con impuestos como la tasa Tobin, que las 800 empresas no las suspendan temporalmente de actividad que las cierren y a sus arriesgados empleados les cambien por una temporada sus ganas de adrenalina disfrutando de alguna actividad de la economía real de esas que a usted, lector mal pensado, se le están ocurriendo.
El debate del valor ha sido muy traído y llevado por las escuelas económicas clásicas desde Adam Smith, David Ricardo pasando por Marx; por escuelas económicas como la austriaca, por Hayek y compañía, y siempre ha habido un gran problema para dotar de un carácter objetivo al valor de los bienes económicos. Porque si somos capaces de fijar un criterio objetivo para considerar el valor de un bien económico los especuladores lo tendrían muy complicado y la economía real no sería un hermano tan pequeño y tan olvidado para algunos. Pero este dilema no ha tenido una solución adecuada, se llegaron a formulaciones que relacionaban el valor de los bienes con la cantidad de trabajo socialmente necesario para producirlos, pero la casuística es demasiado amplia y compleja y, al final, parece que el valor de intercambio es lo que cuenta y eso lo fija la oferta y la demanda, el mercado en definitiva.
Personalmente me resisto a renunciar a esa intuición del valor objetivo de los bienes, habrá que darle vueltas porque si se olvida me temo que la justicia se resineter. Pongo un ejemplo, cuando la semana pasada mi mujer compraba en un mercadillo a una mujer hindú una blusa por dos euros me comentaba “cómo se pueden vender a este precio las cosas con el trabajo que habrá costado hacer esto”. Dejo abierta esta línea de reflexión y me vuelvo al mercado.
Urge reconstruir la economía desde el sentido social
Creo que a los defensores del mercado a ultranza hay que exigirles dos cosas: que luchen porque se democratice el mercado y que el sentido social se inserte dentro del modelo económico como un elemento fundante de lo que ha de ser una actividad económica sana.
Sin democratizar el mercado, éste ha demostrado que lejos de ser un instrumento para salir de las crisis se convierte en un elemento que asegura la recurrencia de las mismas. Mientras la concentración de poder siga siendo tan grande como es actualmente y la distribución de la riqueza tan insultantemente desigual, las virtudes atribuidas al mercado por muchos se diluyen y la economía de mercado no es capaz de levantar el vuelo hacia una economía con mercado protagonizada por todos y cada uno de los ciudadanos que habitamos este planeta.
El modelo excluyente en el que vivimos, que ha negado o en el mejor de los casos ha obviado el valor de una inmensa mayoría de la humanidad, precisa ser profundamente transformado, no sólo por la crisis de las subprime, sino porque con anterioridad ya había acumulado méritos suficientes como para pedir abiertamente se transformación radical.
Para acabar, tan sólo añadir que si no incorporamos el sentido social como un pilar básico e intrínseco a lo que debe ser una nueva concepción económica, las medidas y los pasos que se den para abordar la crisis actual del modelo neoliberal sólo servirán para apuntalarlo.
El entramado economicista es muy duro de desmontar y ha calado tan profundamente en nuestro acerbo cultural y personal que pedir sentido social hoy es casi pedir una revolución cultural, pero es algo irrenunciable. Pongo un ejemplo cotidiano, hay muchos que sostienen que los sueldos millonarios de las estrellas del futbol están más que justificados porque los ingresos que reciben de los clubes y patrocinadores no son mayores que los beneficios que les reportan. Razonamiento económico impecable, que lo mismo lo hace un hincha del Madrid que es director de una gran empresa, que el hincha que mal vive con una pensión y no llega a fin de mes, pero la cuestión es qué tipo de lógica económica sostiene este razonamiento.
Es una visión económica donde el lucro no tiene límites, donde la persona se ve reducida a individuo sin entorno social con el que contrastar su status y sus responsabilidades y donde el valor objetivo no tiene cabida, tan sólo la subjetividad economicista del momento impera.
Con esto no quiero decir que afirmar el sentido social en economía signifique erradicar la iniciativa individual, ni mucho menos; ni supone un cheque en blanco al Estado, ni mucho menos. Afirmar el sentido social es afirmar que ni individuo, ni mercado, ni Estado son ajenos al bien común; que la exclusión es un reflejo del fracaso del sistema y no sólo del individuo; que la especulación es un mecanismo que si bien enriquece a unos pocos en poco tiempo, lo suele hacer a costa de favorecer el empobrecimiento progresivo a veces de muchos y a veces también en poco tiempo. Afirmar el sentido social supone el abrir experiencias de economía solidaria, tener una visión universalista de lo que es el bien común, saber conjugar eficacia y desarrollo integral de la persona, optar por los más débiles y hacerlo de forma especial en los tiempos más difíciles, apostar por la autogestión no por la dependencia.
Vienen tiempos difíciles, que sepamos ser solidarios con los que peor lo van a pasar, ser contundentes en la denuncia y propositivos en la transformación.
Joaquín García Arranz