El Partido Laborista británico, que se niega a enterrar a Gordon Brown, exalta a Peter Mandelson como héroe y no comprende por qué es hoy tan impopular, ha celebrado esta semana su congreso en la ciudad costera de Brighton, calificado por algunos de "surrealista". Deborah Orr analiza con agudeza su problema más grave.
Podía haber asistido al congreso del Partido Laborista. Lo que pasa es que pensé: ¿para qué desperdiciar un viaje a la costa? Pero sigo asombrada de la tímida mendacidad del acontecimiento. Allí estaban todos, esperando todavía contra toda esperanza que se les fuera a conceder todo el mérito -y otro mandato en el poder- por haber "salvado la economía", mientras prometían formalmente a la vez enfrentarse a los problemas sociales para poner freno a los cuales se les eligió hace doce años.
En primer lugar, ¿por qué no acaban de entender los políticos laboristas que no valía la pena "salvar" la "economía", puesto que ha exacerbado los mismos problemas sociales por los que ahora se retuercen las manos (de nuevo)? En segundo, ¿por qué no comprenden que de todos modos no se puede salvar la "economía" que fomentaron? Acabose porque era un espejismo.
La transición de una economía de base manufacturera a otra centrada en las capacidades, iniciada con Thatcher en los años 80 y continuada de forma tan entusiasta por el Nuevo Laborismo, ha sido un fracaso. Sus éxitos no serían más que escombros, de no ser por los andamios levantados en torno para apoyar su rescate.
De nada vale gritar que el derrumbe lo provocaron las "condiciones internacionales". Poco antes del desplome financiero, el laborismo se emocionaba haciendo notar que Londres acababa de rebasar a Nueva York como centro financiero más poderoso del mundo. Gran Bretaña desempeñó un papel considerable a la hora de establecer esas condiciones internacionales, con un ministro de Economía [entonces el mismo Brown] que pensaba que podía aprovechar el dinero generado por una economía de libre mercado para cumplir con los servicios públicos y dejar a todo el mundo contento.
No todo el mundo está contento, como muestran las encuestas con sobrada claridad. Sí, nos agrada que haya mejorado el NHS [la sanidad pública británica], aunque sea desigualmente.[1] Y no, no estamos seguros de que nuevas instalaciones escolares hagan más capaces a esas instituciones para poder enfrentarse a los múltiples problemas con que llegan algunos alumnos. De todos modos, ¿podemos considerar que la construcción de esos edificios, de acuerdo con iniciativas financieras privadas, signifique verdaderamente "arreglar el techo mientras sigue el sol brillando"? John Maynard Keynes no habría dicho tal cosa. Pero tampoco habría pretendido que se podía proscribir el auge y el desplome.
Hoy Keynes abogaría por utilizar el dinero público en programas de construcción de vivienda pública e inversión ferroviaria, dos cosas que Gran Bretaña tanto necesita, pero que no se puede permitir, precisamente porque Brown era -y no es- keynesiano. Si se hubieran atendido hace años esas mismas necesidades, probablemente no estaríamos metidos en el bonito desastre que tenemos ahora.
Los sectores de gran crecimiento durante el "boom" fueron el inmobiliario y sus servicios auxiliares, a gran y a pequeña escala, y el mismo sector financiero (todos dependientes en grado sumo de la burbuja inmobiliaria). Aparte de eso, no fue tanto el crecimiento que hubo, salvo en la bendita industria de siempre, que ha demostrado una resistencia bastante flexible frente a los esfuerzos por externalizarla. Sin la hiperinflación de los precios de la vivienda causada por un problema de oferta y demanda, no habría habido "boom" del que hablar.
Ese llamado prodigio económico conllevó un alto precio social. Los que se quedaron fuera del "boom" de la vivienda, las gentes de salarios demasiado reducidos como para competir en un mercado de la propiedad agresivo, o los que dependían de prestaciones, no tenían la impresión de formar parte de este milagro, por la sencilla razón de que no estaban en él. Las noticias a lo largo del verano según las cuales cerca del 60% de los inquilinos de vivienda de protección oficial vio su alquiler pagado por el Estado fueron recibidas como una suerte de juicio sobre el tipo de gente que "conseguía" vivienda social. En vez de eso, nos ilustra sobre cómo ha quedado Gran Bretaña compartimentada en guetos.
¿Les "tocaron" sus viviendas de protección oficial a aquellos que reciben prestaciones a causa de los buenos colegios y hospitales de la zona? No lo creo. Donde menos ha penetrado la mejora de los servicios públicos ha sido en los puntos negros de la economía. Pero de algún modo, pese a su mala salud, a su baja esperanza de vida, a la desgracia grabada en los rostros jóvenes echados a perder por la dureza de su vida, los más pobres y aquellos más destructiva y horriblemente airados se ven señalados como si hubiesen estropeado un precioso paraíso por razones que ningún político llegaría a comprender.
Pues también se ha despilfarrado el capital social en los últimos doce años. El laborismo alcanzó su aplastante victoria rechazando las ideas conservadoras de que los pobres, quienes tenían viviendas deficientes, los adictos, los deprimidos, los ignorantes, debían considerarse responsables de serlo. La gente había sufrido los recortes de los servicios públicos y la pérdida de empleo en el seno de sus propias familias, y comprendían los estragos que habían causado.
Hoy nuestra sociedad está atomizada y el más somero vistazo al quintil situado en la parte inferior basta para justificar el desprecio y la aversión. Son malos: malos padres, malos hijos, un mal montón, y nada más que malo. Sin embargo, su mayor problema es que los empleos que en otro tiempo podrían haber desempeñado los tiene ahora la gente en China. La economía basada en las capacidades les ha pasado de largo. No están equipados para formar parte de la industria de servicios. Desde un punto de vista económico, hablamos de gente que no existe.
Lo triste es que el estamento político occidental comprende bien que la crisis financiera ha cambiado las reglas del juego. Saben que no pueden mantener el control de la globalización. Por eso han dado tan cortésmente su consentimiento a la idea del G20 como generador primero de la política económica. La idea de que China pudiera ser un puesto colonial avanzado de carácter industrial, que fabrique dócilmente aquellas cosas que no podríamos permitirnos comprar si las hiciéramos nosotros, ya es historia. Occidente le debe demasiado dinero a China como para seguir siendo su dueño en lo económico. El mismo Brown se da cuenta de ello, aunque sea incapaz de hablar de algo más concreto que "el primer gobierno laborista de esta nueva era global".
El estamento político comprende que la transición sociopolítica a esta nueva de fase globalización va a ser extremadamente dolorosa. Por eso, las naciones del G 20 se muestran de acuerdo en que deben continuar los estímulos fiscales. Occidente mantiene las cosas al ralentí, y con la esperanza de que la resiliencia y el ingenio humanos hallarán la forma de volver al camino del crecimiento perpetuo, como siempre sucede.
Pero la idea de crecimiento económico perpetuo, aun cuando pueda, masajeada, volver a corto plazo a la vida, ya tuvo su momento. Por más que fuera en si misma sostenible, aun así nos aniquilaría. Hace unos 160 años, John Stuart Mill reflexionaba sobre la posibilidad de un "estado estacionario", avisando de que la consecuencia del crecimiento ilimitado sólo podía ser la destrucción medioambiental y el empobrecimiento de la calidad de vida. "Sólo en los países atrasados del mundo sigue siendo una meta importante el aumento de la producción", escribió. "En los más avanzados, lo que se necesita desde el punto de vista económico es mejor distribución". Para Brown, sin embargo, el sueño de un crecimiento revitalizado todavía resulta, de un modo deslumbrante, seductor. Es su único modelo de éxito político.
NOTA T.: [1] El mismo día de publicación de este artículo, 1 de octubre, The Guardian recogía como titular principal de su portada "El FMI advierte de que deben recortarse los costes del NHS para hacer frente a la deuda".
Deborah Orr es columnista del diario británico The Guardian.
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